Liahona Diciembre 1996

El abrigo de navidad

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Nuestra familia tenía la costumbre de hacer regalos de Navidad a otras personas en forma anónima. Pero, ¿qué ocurriría este año, en el que mi esposo había perdido su empleo?

En 1973, durante la pri­mera Navidad que pasa­mos como matrimonio, mi esposo recibió de su trabajo un aguinaldo de $40. A pesar de que no teníamos suficientes recursos para regalos, decidimos gastar ese dinero en una familia que hacía poco tiempo había sufrido el falle­cimiento de su padre. Al comprar los regalos y dejarlos en el umbral de la casa de dicha familia sentimos tanta alegría que hicimos de nuestro proyecto secreto una tra­dición familiar.

Con el correr de los años, fuimos bendecidos con cua­tro hijos. Tan pronto como cada niño crecía lo sufi­ciente, él o ella solían turnarse durante la época de la Navidad para ponerse un abrigo especial que sólo usába­mos una vez al año. El abrigo, de talla para una persona adulta, de color obscuro y con capucha, era un disfraz perfecto para llegar hasta el umbral en la obscuridad, dejar los regalos y desaparecer.

Cada año, al arribo del otoño, votábamos para ver cuál sería la familia secreta a la que le obsequiaríamos nuestros presentes en esa Navidad, y qué clase de rega­los le haríamos. Los niños decidían quién tendría el honor de usar el abrigo de Navidad y de dejar los pre­sentes ese año. Durante años prósperos, regalábamos colchas que confeccionábamos en casa, así como ropa, juguetes, libros y dulces; en los años difíciles, obsequiá­bamos calcetines repletos de pequeños regalos.

Finalmente, cuando llegaba la Nochebuena, el niño elegido se ponía el abrigo; los guantes y las grandes botas com­pletaban el disfraz. Con todos en el auto, nos dirigíamos a la casa previamente elegida y lo estacio­nábamos muy cerca de allí. Luego, nuestro pequeño duende caminaba hasta el porche; el temor de ser vistos o sorprendidos hacía el hecho aún más interesante.

Al llegar a nuestro cálido hogar, nos sentábamos y comentábamos las aventuras vividas en esa tarde acom­pañados de chocolate caliente y panecillos. Con el estó­mago lleno y el corazón contento, comenzábamos a leer el relato de Navidad de la Biblia y apreciábamos lo que la vida del Salvador nos enseñó acerca de prestar servi­cio al prójimo.

Nuestras Navidades siempre fueron maravillosas y, en cada uno de esos años, llevamos a cabo nuestra tradición.

En la primavera que cumplimos veinte años de casa­dos, mi esposo perdió su empleo y aun cuando para Navidad ya contaba con un nuevo trabajo, nuestros recursos eran escasos. No esperábamos tener muchos regalos para nuestra familia; por consiguiente, nos preguntábamos cómo llevaríamos a cabo nuestra secreta tradición.

Durante la noche de hogar, hablamos sobre lo que sería la Navidad de ese año. Agradecidos, nos dimos cuenta de que, aunque los obsequios serían pocos, por lo menos no padeceríamos frío, tendríamos comida y nos tendríamos el uno al otro. Pensamos en la gente que no tenía prácticamente nada y que vivían sin una casa, sin una familia, sin calefacción. Entonces nuestra mente se dirigió a los años en que nuestros pequeños habían corrido con nuestro abrigo de Navidad y con ojos bri­llantes miraban a través de su capucha. ¿De qué manera podríamos usar el abrigo este año?

Una mañana de domingo todos nos subimos al auto y fuimos hacia el centro de la ciudad; con nosotros llevába­mos el abrigo de Navidad. Nos dirigimos hacia una zona donde la gente sin hogar acostumbraba pasar la noche y buscamos a alguien que no tuviera algo que le protegiera del frío. Así, vimos a un hombre que caminaba solitario, y mi esposo y mi hijo decidieron acercársele; el resto de nuestra familia contemplaba cuando el hombre aceptó el abrigo y sonrió. Al verlo ponerse nuestro abrigo de Navidad, las lágrimas brotaron de mis ojos; era el único regalo que podíamos dar ese año.

Desde entonces han transcurrido otras Navidades y hemos podido continuar nuestra tradición; sin embargo, ninguno de nosotros ha podido olvidar el abrigo de Navidad. Cuando pienso en todos los años en que ocultó nuestra identidad mientras repartíamos los rega­los, el año en que decidimos obsequiarlo es el que encie­rra los recuerdos más cálidos en mi corazón. □