Liahona Diciembre 1996

El gozo de dar

por el élder Henry B. Eyring
del Quórum de los Doce Apóstoles

Siempre he soñado con ser especialista en hacer regalos. Me imagino a alguien abriendo un regalo que yo le haya hecho, con lágrimas de gozo y una sonrisa, demostrando así que no sólo el regalo sino también mi acción de regalar le ha tocado el corazón. Estoy seguro de que otras personas también sueñan con eso, y segura­mente muchas son ya expertas en el arte de regalar. Pero quizás incluso los expertos compartan algo de la curiosidad que yo siento por saber qué es lo que hace que un regalo sea perfecto.

Toda mi vida he estado rodeado de expertos en hacer regalos, y aun­que ninguno me ha enseñado nunca cómo hacerlo, he observado y desa­rrollado una teoría; ésta ha surgido rememorando muchos regalos y muchos días festivos, pero el recuerdo de un día y de un regalo particular lo ilustra a la perfección.

El día no estaba ni cerca de la Navidad, sino que era un día de verano. Mi madre había muerto esa tarde, temprano; mi padre, mi her­mano y yo habíamos regresado del hospital a casa, los tres solos. Después, nos preparamos una merienda sencilla y más tarde recibi­mos algunas visitas; pasó el tiempo, llegó el anochecer y me acuerdo de que ni siquiera nos dimos cuenta de encender las luces.

Alguien tocó el timbre y papá abrió la puerta. Eran la tía Catherine y el tío Bill, y vi que él tenía en la mano un frasco de cere­zas; todavía tengo un claro recuerdo de esas cerezas maduras, de un color rojo casi púrpura, y la tapa brillante y dorada del frasco. El tío Bill dijo, señalando las cerezas: “Pensamos que les gustarían. Seguramente no habrán comido nada de postre”.

No, no habíamos comido postre. Los tres nos sentamos alrededor de la mesa, nos servimos unas cerezas y las comimos, mientras los tíos reco­gían unos platos sucios y los lava­ban. El tío Bill nos dijo: “¿Hay algunas personas a las que todavía no se les haya avisado? Denme los nombres y yo les avisaré”. Le dijimos de unos cuantos parientes a quienes debíamos darles la noticia de la muerte de mamá. Cuando quisimos acordar, los tíos ya se habían ido; no deben de haber estado con nosotros más de veinte minutos.

Mi teoría será más fácil de enten­der si nos concentramos en un regalo: el frasco de cerezas; y quiero explicarla desde el punto de vista del que recibió el regalo: yo mismo. Esto es fundamental, puesto que lo que realmente importa con respecto a la acción del que hace el regalo es lo que siente el que lo recibe.

En mi opinión, el hacer y el reci­bir un regalo siempre se componen de tres partes, que son las siguientes, según lo ilustra aquel que recibí en un atardecer de verano:

Primero, supe que mis tíos habían percibido lo que yo sentía y que eso los había conmovido. Al recordarlo todavía me emociono. Deben de haber pensado que estaríamos muy cansados para prepararnos comida, y que tal vez un plato de cerezas enva­sadas en casa nos harían sentir, aun­que fuera un momento, que éramos otra vez una familia. El solo hecho de saber que alguien había compren­dido lo que yo sentía tuvo para mí mucho más significado que las cere­zas en sí. Se me ha olvidado el sabor de las frutas, pero en cambio recuerdo que alguien percibió los sentimientos que me abrumaban el corazón y se ocupó de mí.

Segundo, sentí que el regalo era sincero y generoso. Sabía que el tío Bill y la tía Catherine habían deci­dido de buena voluntad ir a llevár­noslo, que no lo hacían para recibir nada a cambio, sino que parecería que el hacerlo les causaba gozo.

Y tercero, había en el regalo un elemento de sacrificio. Habrá quien piense: “¿Cómo podían sentir gozo si era un sacrificio?” Y bien, el sacri­ficio estaba a la vista. Yo sabía que mi tía había envasado esas cerezas para su familia, porque de seguro les gustaban; no obstante, tomó lo que a ellos les causaría placer y me lo dio a mí. Eso es un sacrificio y desde entonces he llegado a comprender este concepto maravilloso: el tío Bill y la tía Catherine deben de haber pensado que tendrían mayor placer si yo me comía las cerezas que si se las comían ellos. Fue un sacrificio, pero se hizo a cambio de una recompensa más grande para ellos: mi felicidad. Cualquiera puede dar a conocer a la persona que recibe un regalo el sacrificio que éste haya sig­nificado para el dador, pero sólo el experto puede hacernos sentir en el corazón que ese sacrificio trae gozo al que hizo el regalo porque bendice al recipiente.

Así que ésa es mi teoría. El arte de hacer regalos encierra tres ele­mentos: se siente lo que siente la otra persona, se da con sinceridad y generosidad, y se considera que el sacrificio es una bendición para el que lo hace.

Ahora bien, no será fácil emplear mi teoría para lograr gran progreso en nuestra presentación de obse­quios esta Navidad; el aprender a conmoverse con lo que piensen o sientan los demás requerirá cierta práctica y más de una ocasión fes­tiva. Y el aprender a dar generosa y sinceramente, considerando que el sacrificio es un gozo, llevará un tiempo. Pero en esta Navidad pode­mos empezar por lo menos siendo buenos recibidores. Según lo que percibamos, podemos hacer que los demás lleguen a ser expertos en el arte de regalar; y por lo que perciba­mos en lo que se nos regale, pode­mos hacer que cualquier obsequio sea mejor. Por otra parte, si no somos capaces de percibir el verda­dero intento detrás de lo que se nos regale, podemos hacer que cualquier regalo sea un fracaso. El arte de regalar incluye tanto al dador como al recibidor. Espero que empleemos esta teoría no para criticar los rega­los que recibamos o hagamos este año, sino para observar cuántas veces se comprende lo que llevamos en el corazón y cuántos regalos se hacen gozosamente, aun cuando impliquen un sacrificio.

No obstante, nos es posible hacer algo esta Navidad para perfeccionar el arte de regalar: podemos empezar a poner en reserva algunos regalos —grandes regalos— para futuras Navidades.

En una clase de religión que daba en el Colegio Ricks [estado de Idaho], estaba un día enseñando la sección 25 de Doctrina y Convenios, en la cual se le dice a Emma Smith que debe dedicar “tiempo a escribir, y a aprender mucho» (D. y C. 25:8). En una de las filas del frente había una mujer de cabello rubio que frunció el ceño ante mi insistencia en que los alum­nos desarrollaran su habilidad de escribir; después levantó la mano y me dijo: “Eso me parece poco dotado de razón. Lo único que escribiré yo en toda mi vida serán cartas a mis hijos”. Sus palabras provocaron risas.

A continuación, un joven que estaba atrás se puso de pie; no había hablado mucho desde que habían empezado las clases; era mayor que los demás estudiantes y se notaba que era tímido. Me pidió permiso para hablar, y procedió a contar sosegadamente que había sido sol­dado en la guerra de Vietnam. Contó que un día había puesto a un lado el rifle para dirigirse a través del recinto cercado adonde estaban entregando la correspondencia; en el momento en que le pusieron una carta en las manos, oyó un toque de clarín y los disparos de rifle proce­dentes del enemigo que atacaba por todos lados. Corrió hacia donde había dejado el arma, empleando las manos para defenderse y, junto con los otros sobrevivientes entre todos hicieron huir al enemigo; a conti­nuación, sacaron a los heridos. Después, se sentó entre los que habían quedado con vida, y entre algunos muertos, y abrió la carta para leería.

Era de su madre, y en ella le contaba que había tenido una experiencia espiritual que le había hecho saber que, si él guardaba su rectitud, viviría y regresaría a su hogar. El muchacho dijo serena­mente a la clase: “Esa carta fue escritura para mí. Y la guardé”. Luego volvió a sentarse.

Si ustedes todavía no tienen hijos, probablemente los tendrán algún día. ¿Pueden imaginar sus ros­tros? ¿Los ven enfrentando un día una situación de gran peligro en algún lugar? ¿Se imaginan el temor que les oprimirá el corazón? ¿Estarían dispuestos a dar, sincera y generosamente? ¿Qué sacrificio ten­drían que hacer para escribir la carta que desearían enviarles enton­ces? No les será posible hacer ese sacrificio si apenas empiezan un poco antes de que llegue el cartero; ni tampoco podrán hacerlo en un día ni en una semana. Tal vez les lleve años, pero pueden empezar a prepararse ahora; un buen sistema para lograr esa preparación es llevar un diario personal. Y no les pare­cerá un sacrificio si se imaginan a esos hijos, si perciben sus sentimien­tos y meditan sobre el tipo de cartas que les harán falta.

Hay otro regalo que quizás algu­nos queramos hacer y para el que es necesario empezar a prepararse temprano. Siendo obispo, lo vi una vez en sus comienzos. Un joven estudiante, sentado frente a mí, me habló de los errores que había cometido; me dijo cuánto deseaba que los hijos que tal vez trajera al mundo algún día tuvieran un padre que pudiera ejercer el sacerdocio y a quien estuvieran sellados para la eternidad. Agregó que sabía bien que el precio y el dolor del arrepen­timiento podían ser grandes; y des­pués dijo algo que nunca olvidaré: “Obispo, quiero regresar. Haré cual­quier cosa que se me exija, pero quiero regresar”. Sentía pesar, tenía fe en Cristo, pero aun así, lograr su meta le llevó meses de doloroso esfuerzo.

Y sin embargo, en esta Navidad, en alguna parte, hay una familia cuyo padre fue una vez aquel joven estudiante, mas ahora posee el sacerdocio; una familia con esperan­zas eternas, que goza de paz en la tierra. Posiblemente él les dé a todos muchas clases de regalos envueltos en papel de colores brillantes, pero ninguno tendrá la importancia de aquel que empezó a preparar ese día en mi oficina. Ya entonces percibía las necesidades de los hijos con los que apenas soñaba, y estuvo dis­puesto a empezar a preparar su regalo temprano y generosamente; sacrificó su orgullo, su inercia, su falta de consideración. Estoy seguro de que ahora lo que hizo no le pare­cerá un sacrificio.

No obstante, tengamos en cuenta que él pudo hacer ese regalo por causa de otros regalos que se nos hicieron hace mucho tiempo: Dios el Padre nos dio a Su Hijo, y Jesucristo nos dio la Expiación, rega­los de profundidad y valor indescrip­tibles para nosotros.

Jesús nos hizo a todos Su regalo con abnegación y buena voluntad. Estas son Sus palabras:

“Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar…

“Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo…” (Juan 10:17-18).

Testifico que el aceptar ese regalo que Él nos dio con un sacrificio infi­nito produce gozo al Dador. Jesús mismo enseñó:

“Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepen­timiento” (Lucas 15:7).

Si eso les emociona como a mí, tal vez quieran hacerle un regalo al Salvador. Pero Él lo tiene todo ¿ver­dad? En realidad, no. No nos tiene a todos de regreso junto a Él para la eternidad, al menos no por ahora. Espero que lo que Él siente nos con­mueva, hasta el punto de que poda­mos percibir cuán grandes son Sus deseos de que cada uno de nosotros regrese a Su presencia. Ése es un regalo que no podemos hacerle en un día ni en una Navidad; en cam­bio, nos es posible demostrarle a partir de hoy que estamos en el camino de regreso.

Si ya lo hemos hecho, todavía nos queda algo para regalarle: A nuestro alrededor, hay seres a los que Él ama y a quienes desea ayu­dar… valiéndose de nosotros.

Una de las señales más seguras de que las personas han aceptado el regalo de la expiación del Salvador es la disposición a dar. Parece que el proceso de purificar nuestra vida nos hace más sensibles, más generosos, más complacidos de poder compartir algo que tiene para nosotros una importancia tan fundamental. Supongo que ésa debe de haber sido la razón por la cual el Salvador uti­lizó el ejemplo del arte de regalar para describir a aquellos que al fin regresarán al hogar donde Él está:

: “Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para voso­tros desde la fundación del mundo.

“Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;

“estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cár­cel, y vinisteis a mí…

“…De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:34-36, 40).

Y me imagino que ése es el mejor efecto de recibir grandes regalos: despierta en nosotros el deseo de hacer regalos, buenos regalos. Toda mi vida he sido bendecido por rega­los así, y lo reconozco.

Varios de esos regalos se dieron mucho tiempo atrás. Nos acercamos al aniversario del nacimiento del profeta José Smith, el 23 de diciem­bre. Él dio su gran talento y su vida para que el Evangelio de Jesucristo fuera restaurado. Mis propios ante­pasados abandonaron su tierra natal y sus costumbres para abrazar ese evangelio restaurado, quizás más por mí que por ellos mismos.

Por lo tanto, ¿qué debemos hacer para apreciar un regalo recibido y hacer la Navidad más feliz para alguien? “…De gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8).

Ruego que demos generosa y sin­ceramente. Ruego que podamos conmovernos con los sentimientos de los demás, que demos sin sentir­nos obligados a hacerlo ni esperar recompensa, y que sepamos que el sacrificio se nos hará dulce sí ateso­ramos el gozo que lleve al corazón de otra persona. □