Liahona Diciembre 1996

¡Esa clase «indisciplinable»!

por Naida Stephens Tims

¡¿Qué?! ¿Me piden que enseñe esa clase compuesta de jóvenes indiscipli­nables? ¡Es lo único que me faltaba!, pensé al salir de la oficina del obispo.

Mi esposo estaba prestando ser­vicio militar en el extranjero y yo tenía que cuidar a mi abuelita, quien padecía de cáncer. Con mis dos hijos en edad escolar, un bebé recién nacido, una estufa de carbón de apetito insaciable en aquel invierno implacable y la frágil salud de la abuela, me sentí entonces completamente abrumada ante esa responsabilidad adicional.

Lloré durante todo el trayecto de regreso a casa. Ya me habían hablado acerca de aquella clase de la Escuela Dominical para jóvenes de 16 años, pero ahora el obispo me aseguraba que él y sus consejeros habían ayu­nado y orado al respecto y que “era el Señor quien me llamaba”.

Al principio me sentí enojada, pero poco a poco, a medida que oraba, comencé a recordar todo lo que el Salvador había hecho por mí y pensé que lo menos que yo podría hacer por Él era enseñar esa clase. Aunque la sola idea me parecía aún abrumadora, cambié mi actitud y me dispuse a poner manos a la obra. No pasó mucho tiempo antes de que me encontrara tratando ansiosamente de comprender a aquellos adolescentes de la Escuela Dominical. Con el correr de los meses, llegué a conocer bien y a amar a cada uno de ellos.

No obstante, teniendo en cuenta todos los otros problemas, la Navidad de ese año no fue para mí una tem­porada muy feliz. En la Nochebuena, me encontraba sola al pie del árbol navideño en la sala de estar, tratando de armar un tren de juguete para mi pequeño hijo. Afuera, la nieve caía pesadamente. De pronto, sentí una gran pesadumbre en mi corazón. Me pareció estar completamente sola en el mundo. Yo creía haber estado soportándolo todo bastante bien, pero esa noche, con mi esposo en un extraño país lejano, las preocupacio­nes me agobiaron sobremanera. Sabiendo que la abuela se nos moría lentamente, que tenía yo que cuidar a mis pequeñitos, que el invierno parecía ser más crudo que nunca y que debía alimentar de continuo la vieja estufa de carbón, ¡y ahora este trencito que no se dejaba armar con facilidad!, todo se me presentaba como algo imposible de superar. Incliné entonces la cabeza y enco­mendé mi corazón al Señor.

Mientras me encontraba allí de rodillas, alguien llamó a la puerta. Era tarde ya y no pude imaginar quién podría ser. Al abrir la puerta me sor­prendió ver de pie y cubiertos de nieve a tres jóvenes de mi clase en la Escuela Dominical. Dijeron haber estado patinando en la nieve y, al ver luz en mi ventana, decidieron pasar a saludarme y desearme una Feliz Navidad. Los invité a pasar y los con­vidé con pastel y chocolate caliente.

En contados minutos armaron el tren de juguete y juntos terminamos de empaquetar los regalos navide­ños. Todo me pareció entonces muy hermoso. Uno a uno, los jóvenes me abrazaron agradeciéndome por ser una buena maestra y amiga para ellos y, al despedirse, me desearon una Feliz Navidad. Me quedé afuera observándolos alejarse bajo las tenues luces de la calle. De impro­viso, todas mis preocupaciones me parecieron insignificantes y esa noche, de rodillas, le agradecí al Señor por habérmelos enviado.

Una semanas más tarde, empeoró la salud de mi abuela y tuvimos que internarla en el hospital. Ello requi­rió que yo la acompañara todas las noches y valoré mucho las horas que debí pasar con ella. Las jovencitas de mi clase en la Escuela Dominical se turnaron para cuidar a mis niños mientras yo estaba con mi abuelita. Otra de las jóvenes venía a casa des­pués de la escuela para cocinarnos a fin de que yo pudiese descansar. Los jóvenes me construyeron cerca de la casa un cobertizo para el carbón de la estufa, con un conducto especial para que yo no tuviera que salir afuera a buscarlo. Aun se ocuparon de alimentar la estufa a fin de que yo no tuviera que preocuparme de ello. Cada uno de aquellos jóvenes me rodeó de amor y de cuidado. No sé qué habría hecho sin ellos.

Mi abuela falleció en mayo y unos meses después mi esposo regresó a casa. Han pasado algunos años desde aquel invierno en que tanto me ayu­daron “los jóvenes indisciplinables» de mi clase, pero nunca olvidaré la lec­ción que aprendí. Yo sé ahora más que nunca que no hay nada que no poda­mos hacer cuando el Señor nos lo pide y que las bendiciones que resul­tan de nuestro servicio son mucho más grandes que nuestros esfuerzos. □