Liahona Diciembre 1996

La canción de Papa

por Nettie Hunsaker

Creo que nunca olvidaré aquella Navidad; tenía la impresión de que sería la última que pasaría en la casa de mis padres. Todos sabíamos que, después de esas fiestas, partiría a la misión; luego, al regresar, me casaría y pasaría las siguientes Navidades con mi propia pequeña familia.

Sabía que habría años en los que pasaría el día de la Navidad con mi familia, pero también sabía que ya no estaría allí para toda esa época, durante la cual horneábamos, cantábamos villancicos por las noches; colgába­mos los calcetines y participábamos de las otras actividades, que efectuábamos durante la semana que precedían a la Navidad. Iba creciendo; estaba para irme de casa y ese pensamiento me atemorizaba.

Había esperado con ansias esa última Navidad desde hacia varios meses y la semana anterior a ella fue her­mosa. Al haca casillas de pan de jengibre al dramatizar la historia del Nacimiento y al decorar nuestro árbol, disfruté de cada, instante, y también gocé de todos, los secretos y las sorpresas que parecían invadir cada rincón de nuestro hogar. Aun así, a pesar de los sentimientos felices, continué recordando que éste sería el último año que estaría en casa.

Mi familia tenía muchas tradiciones navideñas. Como niños, una de las que gozábamos más tenía lugar durante la Nochebuena. Papa solía acompañar a sus hijos, comenzando con el más pequeño, cuando, uno por uno, bajábamos la escalera para dirigirnos a la  sala de estar. Luego, tomándonos en sus brazos, nos hamacaba en la vieja mecedora, mientras nos cantaba una canción especial de Navidad; todos los años era la misma canción y todos la sabíamos, de memoria. La canción hablaba de ángeles y juguetes que bailaban en la mañana de Navidad. Sentados en el regazo de papa, contemplando las luces del árbol que brillaban en la obs­cura habitación, uno no podía más que sentirse seguro. De alguna manera; uno sabía que el mañana revelaría todos los, gozos que la mañana de Navidad podría brin­dar. No obstante cuán, crecidos o grandes estuviéramos, cuando llegaba la Nochebuena, papá se sentaba con nosotros en la vieja mecedora.

Al estar acostada en mi cama aquella noche, vi a cada uno de mis hermanos y hermanas, uno por uno, bajar la escalera con papá. Ese año, yo era la mayor de los hijos que quedaban en casa, ya que mi hermana mayor estaba en la misión. Abajo, desde la sala de estar, se escuchaba la canción una y otra vez, cada vez que Papá les cantaba a sus hijos. Luego me tocó ir a mí, por lo que seguí a papá caminando .por los escalones hacia la sala de estar. Papá se sentó en la mecedora y extendió, los brazos.

— ¿Todavía quieres que me siente en tu regazo? —pregunté.

—Por supuesto —sonrió.

Agradecida, me senté en su regazo; acurrucándome junto a él, mis rodillas tocaban mi barbilla.

—Esta es la última vez que estaré en la mecedora — dije.

—Lo sé —replicó con voz callada.

Mientras se oían las primeras tonadas de la familiar melodía, pensé en todos los años que la había escuchado durante la Nochebuena. De repente, algo en mi interior quiso que me quedara ahí. Me sentía abrigada y cómoda, además de no saber qué me depararían los futuros meses y años. Comencé a llorar.

Que esta canción nunca termine, pensé.
Papá empezó a cantar.

Mientras duermes mi pequeña,
que el cielo te bendiga,
para despertar con juguetes que danzan,
con dulces y gozos de Navidad.
Oro por toda tu vida,
para que los ángeles te guarden,
y te amen como yo,
mi pequeña, duerme bien.

Durante todos aquellos años, la canción me había hecho pensar en lo que traería la siguiente mañana. Esta última vez, sin embargo, sabía que papá estaba cantando acerca de la vida y de los años por venir’ y no de los juguetes que se romperían o que se gastarían, sino de gozos eternos que encontraría en mi jomada por la vida, gozos que ahora ni siquiera conocía. Esa noche percibí la emoción en su voz mientras cantaba para que los ángeles me guardaran, no sólo esa noche, sino todas las noches que seguirían, en las que él no estaría conmigo.

Dejé que las lágrimas me corrieran por las mejillas, mientras se disipaban los últimos tonos de la melodía. Papá y yo contemplamos las luces del árbol que brillaban en la obscuridad, y seguimos meciéndonos una vez que la melodía hubo terminado.

Mientras me encontraba en su regazo, pensé cómo habría sido nuestra última noche en el cielo, la noche antes de que cada uno de nosotros viniera a la tierra. ¿Nos habrá abrazado nuestro Padre Celestial y nos habrá susurrado acerca de los gozos y los juguetes alegres que encontraríamos a la mañana siguiente? ¿Habremos Ho­rado y deseado permanecer con Él para siempre, aun cuando sabíamos que la vida en la tierra nos otorgaría más gozo de lo imaginable? Debe de haber continuado abrazándonos durante mucho tiempo después de que finalizara la canción que nos cantó, para suplicar a los ángeles que nos guardaran en nuestra jornada terrenal; para que los años que estuviéramos lejos de Él estuvie­ran colmados de felicidad y que, al final, pudiéramos regresar a Su presencia.

Esa noche, cuando mi padre me acunaba en sus bra­zos, encontré consuelo mientras pensaba en mi Padre Celestial. A pesar de que en lo futuro papá no podría estar conmigo cada día para ayudarme en cada esfuerzo, mi Padre Celestial estaría ahí. Pese a lo que trajeran los años venideros, sabía que tendría el apoyo no sólo de mi padre terrenal, sino también el de mi Padre Celestial. Sabía que guiaría mis pasos y me llevaría a Su casa para nunca volver a partir.

Esa noche, sentí que El también cantaba: “y te amen como yo, mi pequeña, duerme bien”. □