Liahona Diciembre 1996

“¡Regocijad!”, cantamos con Bulgaria

por Beth Dayley

La idea era muy sencilla, como el trozo de una melodía conocida. Un día, a fines de 1993, Dale J. Warner, el presidente de la Misión Bulgaria Sofía, le dijo a su esposa, Reneé: “La misión debe­ría tener un programa especial de Navidad”.

La hermana Warner pensaba lo mismo, así que puso manos a la obra con ciertas actividades que final­mente dieron forma a la idea. Pero no iba a ser un programa cualquiera de Navidad, sino que se convertiría en una sinfonía de gozo, un espec­táculo centrado en Cristo, orgullosa y exclusivamente búlgaro. Iba a empezar con el proyector de luz enfocado en una niña de ocho años, cuya voz clara y cristalina iba a can­tar, en búlgaro, “Noche de luz, noche de paz…”

Antes de que ese suceso trascen­dental tuviera lugar, había sido necesario un milagro: Bajo el gobierno comunista, se había prohi­bido observar la Navidad en Bulgaria; pero después de la caída del comunismo en 1990, el país experimentó un gran resurgimiento del cristianismo, y al poco tiempo los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se hallaban allí, divul­gando las nuevas del nacimiento del Salvador y de la restauración de Su evangelio.

Al progresar la Iglesia en Bulgaria, fue afirmándose la idea de presentar un programa público de Navidad, centrado en Cristo. El pre­sidente y la hermana Warner le pidieron a Zlatina Biliarska, perio­dista jubilada y miembro de la Iglesia, que escribiera un libreto para el programa. La hermana Biliarska titubeó antes de aceptar:

“No sé si podré hacerlo”, le dijo a la hermana Warner. “No tengo la menor idea de cómo escribir un pro­grama así. Es muy difícil”. Esta le pidió que pensara sobre la asigna­ción antes de rechazarla.

A la mañana siguiente, la her­mana Biliarska la llamó y le dijo: “Me fui a casa y empecé a pensar en el asunto. De pronto, me vino la idea de cómo debe hacerse”. Y al otro día le entregó un bosquejo de un programa de tres partes en el que había trabajado toda la noche.

“Era sumamente hermoso”, comentó la hermana Warner. “Perfecto. Verdaderamente había captado la visión de la Navidad».

Con la ayuda de la hermana Warner y de una misionera, la her­mana Leslie Davis, la hermana Biliarska terminó de escribir el libreto. El programa no era sencillo: consistía en tres escenas diferentes, una tradicional de Bulgaria, una popular de la Europa Occidental y una escena del Nacimiento; conte­nía dieciocho canciones, muchas de las cuales había que traducir al búl­garo; requería escenarios y vestuario complicados, y un elenco y coro de más de cien personas. La perspectiva de que los miembros pusieran en escena tal producción parecía muy difícil.

La hermana Evanka Pashinova, que antes de convertirse a la Iglesia había sido cantante de ópera, se encargó de dirigir la obra; tradujo al búlgaro canciones que nunca había oído y organizó el coro. A pesar de la distancia que algunos miembros tenían que recorrer para los ensayos (hasta de dos horas sólo para ir), los integrantes del coro estaban entusiasmados y determinados a cumplir, y jamás faltaron a un ensayo. De ese modo, la parte musical del programa empezó a tomar forma.

Varías personas unieron sus res­pectivas habilidades para crear el vestuario y los escenarios. Elena Shtilianova, modista de alta costura, confeccionó o encontró los trajes apropiados para las tres escenas; una investigadora, que es actriz del Teatro Nacional, consiguió el de “Papá Noel” (San Nicolás); otra hermana que es artista pintó hermo­sos telones de fondo y, aunque en el país es muy difícil conseguir rollos grandes de papel, se las arregló para encontrar los materiales con que formar los escenarios; y la investiga­dora que llevó el traje de Papá Noel también logró que el Teatro Nacional le prestara los proyectores de luz… así como a los técnicos que los manejaban.

Con lo complejo de la producción y el número de participantes y visi­tantes que había, las comodidades que ofrecía la oficina de la misión resultaron insuficientes, por lo que se reservó una sala de banquetes del Hotel Moscú, de Sofía, que se pagó con fondos de la misión. Aunque sólo tenía un escenario pequeño, un piano común y espacio limitado para los espectadores, fue lo mejor que pudieron encontrar. Los miembros del coro hacían bromas con respecto a que tuviera que quedar “gente de pie”, pero se ofrecieron a ponerse a los costados del escenario cuando no estuvieran cantando a fin de que hubiera lugar para todos.

A medida que pasaban las sema­nas y se hacían los ensayos, la obra iba cobrando ritmo propio. El entu­siasmo de los miembros fue aumen­tando hasta transformarse en confianza en sí mismos, y todos con­templaban con expectativa la opor­tunidad de cantar sobre el nacimiento del Salvador y sobre el lugar que Él ocupaba en su corazón.

Pero al aumentar el entusiasmo, la armonía que gozaba el grupo se vio amenazada con notas discordan­tes. Los periódicos y las estaciones de televisión empezaron a hablar mal de la Iglesia; los misioneros sufrieron ataques a sus personas; alguien tiró piedras contra las venta­nas de la casa de la misión y de la oficina; una noche pintaron obsce­nidades en todo el frente de la ofi­cina de la misión.

Debido a que empeoraba el pre- juicio hacia los mormones, la gerente del Hotel Moscú empezó a preocuparse de las consecuencias que podría acarrearles el permitir que la Iglesia presentara un pro­grama de Navidad en el hotel, y al fin, con menos de treinta y seis horas de anticipación a la hora del programa, avisó a la oficina de la misión que no les sería posible a los miembros utilizar el salón, a pesar de que lo habían reservado.

Algunos miembros quedaron abrumados por la noticia y conven­cidos de que habría que cancelar el programa. Pero el presidente Warner tenía más confianza.

“Nuestro Padre Celestial sabe dónde estamos y cuán importante es que presentemos el programa”, afirmó. “Pongámoslo en las manos del Señor”.

El Señor escuchó las oraciones de todos. Cuando los élderes Trent Murray y Hannon Ford, asistentes del Presidente, fueron al hotel para que les devolvieran el dinero que la misión había pagado ya, la gerente les explicó por qué no quería dejar­les usar la sala que habían reservado en el piso bajo, y luego los llevó a otra que había en el primer piso.

“Si me prometen que su gente entrará por la puerta de atrás en lugar de la del frente, subirá por las escaleras de servicio y no aparecerá por el vestíbulo, les puedo dejar que utilicen esta otra sala”, les dijo, al mismo tiempo que abría una puerta. El recinto era un gran salón de baile, dos veces y media más grande que el otro, y en él había un precioso piano de cola. Hasta tenía armado árbol de Navidad y otras decoraciones propias de la festividad.

En Sofía, una fría tarde de sabado los misioneros esperaron a los miembros e investigadores que llegaban para el programa y los dirigieron hacia la puerta de atrás, por donde entraron en el hotel sin llamar atención de nadie. El salón estaba repleto, con una asistencia de mas de cuatrocientas personas. Ni siquiera las caras avinagradas de los técnicos de iluminación, que estaban fastidiados por tener que trabajar en un día festivo, pudieron apagar el espíritu alegre de la ocasión.

Los ciento cincuenta miembros  del coro cantaron bellamente, y después el público se unió para entonar las canciones de Navidad. Cuando una joven pareja depositó a su bebe en el pesebre para la escena final, todo el salón estaba lleno de gozo de música. Hasta los técnicos de iluminación cantaban y golpeaban las manos junto con los demás.

El Espíritu era tan fuerte que nadie quería salir de allí. Pero, como toda otra presentación, el programa de Navidad tenía que llegar a su fin. El mismo solo “a capela” que había dado comienzo al programa― “Noche de luz”—, cantado por la misma niña, le dio conclusión. Y, al regresar los espectadores y participantes a su hogar, los ecos de la experiencia —su “¡Regocijad! Jesús nació”— vibraban en su corazón y entibiaban el helado aire de la noche búlgara. □